“Dejad que los niños vengan a mí”, ordena Nuestro Señor en los Evangelios. Y más adelante añade: “Quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (cf. Mc. 10, 13-14). La inocencia —es decir, la adhesión originaria al bien, que conlleva el rechazo de toda forma de mal— es una de las virtudes que los padres de familia y los propios hijos más deben luchar para conservar. Sobre todo en un mundo que la desprecia, y apenas la tolera en los más pequeños. No fue por casualidad que, en Fátima, la Santísima Virgen se apareció a tres inocentes pastores, convirtiéndose en la Maestra espiritual de los dos más pequeños, Francisco y Jacinta Marto, a quienes elevó a un alto grado de santidad antes de llevarlos al Cielo dos años después. Pero el demonio, como enemigo que es de Dios y de María Santísima, es también enemigo del alma. Él odia especialmente la inocencia, espejo de Dios, y no pierde ocasión para conculcarla cuanto antes. A tal propósito concurren hoy lecturas malsanas como las de Harry Potter, entretenimientos frenéticos y adictivos como los videojuegos, la violencia e inmoralidad torrencial que irradia la televisión, y el descuido de los padres de familia y educadores. No es raro que en los días actuales un niño conozca formas de mal que antiguamente hasta para un adulto estaban vedadas. Hace parte de ese cuadro en nuestro país un fenómeno estremecedor y verdaderamente diabólico, el suicidio de menores de edad. Tal fenómeno está en aumento, porque la crisis de la fe y la crisis de la familia también lo están.
El suicidio es delante de Dios un pecado gravísimo, pues sólo Él tiene el derecho de poner fin a la vida humana; y además, quien lo comete violenta uno de los instintos más arraigados en el ser humano, como es el instinto de conservación. A lo largo de la Historia, la generalización de este pecado ha estado vinculada a las crisis que caracterizan a las sociedades decadentes y en extinción. Más alarmante aún es cuando ocurre entre jóvenes y niños. Y eso es precisamente lo que está sucediendo entre nosotros. Según un informe del Ministerio de Salud, publicado en “El Comercio” del 7 de agosto último, entre enero y julio de este año veintiocho menores de edad se suicidaron, lo cual representa el 15% de todos los casos ocurridos en el País. ¿No es esto una alarmante señal de la gravísima crisis que conmueve a nuestra sociedad? ¡Cómo se impresionarían los pastorcitos de Fátima al oír algo así! ¡Cómo esto debe herir el corazón maternal de la Virgen! La noticia atribuye el recurso a ese trágico fin por parte de los niños, al maltrato físico y psicológico a que son sometidos por sus padres o familiares cercanos. Es decir, por aquellos que deberían velar especialmente por su bienestar. Y en el caso de los adolescentes se aducen problemas sentimentales, a los que ciertamente han contribuido la falta de madurez y de preparación para encarar la vida. La publicidad induce a los jóvenes por todos los medios posibles a la vida fácil, en la que el sentido del deber se elimina y la búsqueda de la diversión y el placer pasa a ser lo principal. Pero esto no satisface, deja en el alma terribles vacíos, desengaños y desilusiones de los que se pretenderá escapar por el abuso del licor, el consumo de drogas, y finalmente, el suicidio. * * * Que al menos esta inmensa desgracia nos deje una lección. Porque nadie está libre de que algo similar suceda muy cerca de nosotros. Son los padres de familia los primeros responsables de lo que pueda ocurrir con sus hijos: ¡Dios se los ha confiado! Y en cuanto a los jóvenes, formémoslos en una visión clara y objetiva de la realidad de la vida. Que comprendan que ésta es dura, y va a exigir de cada uno sacrificios a veces grandes; pero que si se nutren ideales de vida inspirados en la Fe, y se pone la confianza en la Santísima Virgen y la ayuda de Dios, se saldrá adelante y sólo así se conquistará la verdadera felicidad, que es ante todo la tranquilidad de una conciencia limpia, que ningún infortunio consigue alterar.
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