Página Mariana La fiesta de san Antonio

Celebrada el 13 de junio, y la segunda aparición de la Santísima Virgen en Fátima

Conocido en Portugal como san Antonio de Lisboa (por su lugar de nacimiento) es venerado en el resto del mundo como san Antonio de Padua. En el capítulo VII del libro “Nuestra Señora de Fátima”,1 se narra cómo los tres pastorcitos no dudaron en acudir al llamado de la Virgen María en la Cova da Iría,
antes que asistir a los festejos del popular santo

William Thomas Walsh

En la festividad de san Antonio, los pastores de Aljustrel sacan sus ovejas a pastar mucho más temprano que otros días y regresan con ellas para encerrarlas a eso de las nueve, a buena hora para oír la misa cantada de las diez. Lucía sacó a su rebaño del aprisco antes de que el sol comenzase a enrojecer el borde de la loma oriental. Hacia ya un buen rato, probablemente, que se encontraba en las praderas, quizá masticando un pedazo de pan (pues así acostumbraban en general a comer los pastores, en vez de sentarse en una mesa), cuando su hermano Antonio llegó corriendo a campo traviesa para decirle que había varias personas en la casa preguntando por ella.

Dejando al niño al cuidado de las ovejas, corrió hacia casa y encontró a hombres y mujeres procedentes de diversos sitios de los alrededores: de Minde, cerca de Tomar; de Carrascos, de Boleiros, pues la historia de la aparición de mayo se había esparcido por las montañas. Muchos creían en ella; otros eran meros curiosos que acudían para ver lo que sucedería, y bastantes se habían tomado la molestia de levantarse antes del amanecer y marchar a través de los montes para acompañar a los niños a Cova da Iría. A Lucía no le agradó aquello. Pero dijo a sus visitantes que esperasen hasta que ella regresase de misa de ocho y entonces podían seguirla, si así lo querían. Después partió para Fátima.

Los visitantes esperaron pacientemente durante unas dos horas o más bajo las higueras cercanas a la casa. Como era natural, su presencia no fue muy agradable para María Rosa y sus hijas mayores, y se hicieron muchos agudos comentarios sobre el hecho en general y sobre la insensatez de los concurrentes en particular. Esto no desalentó a los peregrinos. Esperaron, curiosearon por su alrededor, charlaron tranquilamente y bromearon hasta que Lucía volvió de misa.

Eran las once aproximadamente cuando la niña salió por fin de casa con los forasteros a ambos lados de ella. “Este día yo me sentía amargadísima —cuenta, pues el desdén y el desprecio de su madre y sus hermanas le habían llegado a lo más hondo—. Recordaba entonces los tiempos pasados y me preguntaba a mí misma: ‘¿Dónde está el cariño que, todavía hace tan poco, me tenía mi familia?’”. ¡Y verse obligada ahora a cruzar el pueblo acompañada de estos impertinentes extraños que hacían miles de preguntas! Comenzó a llorar a medida que marchaba. Su rostro estaba humedecido de lágrimas cuando se detuvo en casa de Marto.

¡No llores! —le dijo Jacinta al ver sus ojos enrojecidos y sus labios temblorosos—. Seguramente estos deben ser los sacrificios que el ángel dijo que Dios nos iba a enviar. Es por lo que sufres, para hacer reparación a Él y convertir pecadores.

Lucía secó sus ojos, y los tres, seguidos por los forasteros, marcharon a prisa por la carretera principal y por los campos durante media hora o más. En Cova da Iría encontraron esperándoles a otro grupo de personas devotas o curiosas procedentes de aldeas próximas y lejanas. Había allí una mujer de Loureira, un hombre de Lomba de Equa, otros de Boleiros, Torres Novas, Anteiro, y María Carreira y sus hijas, que habían venido de Moita. Podían contarse por lo menos cincuenta.

María Carreira es uno de los muchos testigos dignos de confianza que aún viven cerca del escenario; y allí, efectivamente, hablé con ella en el verano de 1946, pues es la guardiana del santuario y se la conoce por María da Capelinha. Una viuda de sesenta y cinco años, siempre pulcramente vestida de negro, con un pañuelo del mismo color sobre su negro pelo, parece más joven de lo que es, pues se mantiene erguida y esbelta y es ágil de movimientos. Posee la serenidad del que no tiene que pedir nada más a la vida; sus ojos grises azulados son serenos, sinceros, penetrantes, inteligentes. Rememora claramente cómo fue el que se encontrase en Cova da Iría en la festividad de san Antonio en 1917. Lo había estado proyectando durante semanas. Dos o tres días después de la aparición de mayo, su marido había estado trabajando con Antonio dos Santos, el padre de Lucía, escardando un jardín, y al regresar a su casa contó una historia extraña.

Antonio le dijo que Nuestra Señora se había aparecido en Cova da Iría a su hija menor y a dos de los niños de su hermana Olimpia, casada con tío Marto. Carreira juzgó que todo ello era una estupidez, pero su mujer lo tomó en serio. Su hijo Juan era un tullido, jorobado, con rodillas que se cruzaban y chocaban entre sí al andar. María se aferró a la idea que podía ser verdad, y que la Virgen podía volver al mes siguiente y curar al muchacho.

Tan pronto como Lucía llegó, conforme a la historia que María Carreira dijo al padre De Marchi (y me confirmó en el último verano de 1946), se detuvo a unos dos metros de una carrasca, dando cara al Este, con Jacinta a un lado de ella y Francisco al otro. Después se sentaron todos a esperar, pues aún no era mediodía, y la gente también comenzaba a sentirse cansada. Algunos abrieron sus cestos de mimbres y sacaron hogazas de pan y botellas de vino. Unos cuantos ofrecieron a los niños parte de su comida, que ellos rehusaron, aunque aceptaron naranjas, que conservaron en sus manos. Jacinta comenzó a jugar, hasta que Lucía le dijo que no siguiese. Una niña de Boleiros comenzó a leer en alta voz un libro de rezos.

Procesión de san Antonio, iglesia del santo en Lisboa, 13-06-1956. Foto: Armando Serôdio, Archivo Municipal de Lisboa

María Carreira, que había estado enferma, se sentía debilitada de la caminata.

¿Tardará mucho Nuestra Señora? —preguntó.

No, señora, no mucho —replicó Lucía, escudriñando el cielo de Levante.

Todos rezaron cinco decenas del rosario. Hecho esto, la piadosa niña de Boleiros inició la letanía de Nuestra Señora. Lucía la interrumpió diciendo que no habría tiempo. Después, levantándose del suelo, gritó:

¡Jacinta, allí viene Nuestra Señora! ¡Allí está la luz!

Los tres niños corrieron entonces hacia la carrasca y los acompañantes detrás de ellos. María Carreira aún recuerda los detalles de la escena con bastante claridad:

“Nos arrodillamos sobre las matas y helechos. Lucía levantó las manos como en oración y yo la oí decir: ‘Me mandó usted venir aquí; haga el favor de decirme lo que quiere’. Entonces comenzamos a oír una cosa, así como una voz muy fina, pero no se entendía lo que decía; era como un zumbido de abeja”.2

Algunos de los presentes notaron que la luz del sol parecía menos brillante los minutos siguientes, aunque el cielo estaba sin nubes. Otros dijeron que la copa de la carrasca, cubierta de nuevos brotes, pareció inclinarse y curvarse precisamente antes de que hablase Lucía, como si tuviese encima una cosa pesada.

En el relato de Lucía, sencillo pero descriptivo, se dice que ella preguntó: “¿Qué quiere Vuesa Merced de mí?”, o sea lo mismo en el fondo que en la narración de María Carreira. La Señora replicó:

Quiero que vengan aquí el día trece del mes próximo, que recen el rosario todos los días, y que aprendas a leer. Te diré más tarde lo que quiero.

Lucía preguntó entonces si curaría a determinada persona enferma.

Si se convierte, se curará dentro del año —fue la respuesta.

Me gustaría pedirle que nos lleve al cielo —continuó la niña.

Sí, a Jacinta y Francisco los llevaré pronto, pero tú te quedarás todavía por aquí. Jesús quiere servirse de ti para hacer me conocer y amar. Él quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado.

¿Me quedo yo aquí? —exclamó Lucía con desaliento—. ¿Sola?

No, hija. Y tú, ¿sufres mucho? No te desanimes. Yo nunca te dejaré. Mi Corazón Inmaculado será tu refugio y el camino que te conducirá hasta Dios.

Al decir estas últimas palabras abrió las manos, como había hecho en la ocasión anterior, y de nuevo transmitió a ellos la luz que emanaba en dos haces de las palmas de sus manos, envolviendo a los niños en su resplandor celestial.

“En ella nos veíamos como sumergidos en Dios
—escribió Lucía—. Francisco y Jacinta parecían estar en la parte que se elevaba hacia el cielo y yo en la que se esparcía por la tierra. Delante de la mano derecha de Nuestra Señora había un corazón rodeado de espinas que parecía se le clavaban por todas partes. Comprendimos que era el Inmaculado Corazón de María ultrajado por los pecados de los hombres y que pedía reparación”.3

Casa de Lucía en Aljustrel, Fátima

¡El Inmaculado Corazón de María! El ángel había dicho algo respecto a ello. “Por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María te pido la conversión de los pobres pecadores”. Ahora los niños vieron a Jesús y a María en aquella visión de la Santísima Trinidad que les envolvía. Nuestra Señora no parecía ni alegre ni triste, aunque siempre “seria”; pero la impresión dejada por la palabra de Dios en la mente de Francisco fue de infinita tristeza.

Cuando esta gran revelación se desvaneció ante sus miradas, la Señora, aún rodeada por la luz que emanaba de ella, se elevó sin ningún esfuerzo del arbolito y se deslizó rápidamente hacia el Este hasta que dejó de verse. Algunas de las personas que se encontraban de pie en las proximidades, observaron que las hojas nuevas en la parte alta de la carrasca eran atraídas en la misma dirección, como si las vestiduras de la Señora se hubiesen deslizado sobre ellas, y transcurrieron varias horas hasta que tornaron gradualmente a su posición usual.

Lucía permaneció mirando al gran vacío del cielo. María Carreira la oyó decir:

¡Pronto! Ahora ya no se la ve más. Ahora está entrando en el cielo. Ahora se cierran las puertas.

La gente estaba muy excitada. Aunque ninguno de ellos había visto a la Señora, era evidente que había ocurrido algo extraordinario. Algunos comenzaron a hacer preguntas a los niños, otros a discutir entre sí. Muchos examinaban la carrasca y comentaban la dislocación de los nuevos brotes. Unos pocos cogían las hojas más altas como reliquias o recuerdos, y no hubiera quedado probablemente nada del arbolito si Lucía no hubiese tenido suficiente presencia de ánimo para rogarles que solo tomasen las más bajas, que no había tocado Nuestra Señora. María Carreira estaba arrancando parte del romero que crecía allí, llenando el aire con su fuerte fragancia; estaba ya pensando en levantar un altar o capilla en el sitio.

¡Recemos el rosario! —dijo alguien.

¡No, la letanía! —gritó otro.

Tenemos que rezar el rosario en el camino hacia casa.

Recitando una u otro, se formaron pequeños grupos y se marcharon despacio en varias direcciones.

Hasta cerca de las cuatro, Lucía y sus compañeros no estuvieron en condiciones de partir para Aljustrel, seguidos por unos cuantos de los espectadores más curiosos, que aún importunaban con preguntas y súplicas. Algunos de ellos se inclinaban a la impertinencia.

Así, ¿Nuestra Señora no te dijo nada esta vez, Jacinta?

No contestó.

¿Qué es esto, Francisco? ¿Estás aún aquí? ¿No te has ido aún al cielo?

¿Qué te dijo, Lucía? Ven aquí y cuéntanos.

A los niños les molestaba esta clase de preguntas. Se encontraban aún algo aturdidos por lo que habían visto; no era fácil retornar sus pensamientos a los asuntos cotidianos. A algunos contestaban lacónicamente. A otros, de ningún modo. Por lo general decían: “Es un secreto. No puedo hablar de él”. Finalmente, se desalentaron los forasteros que aún quedaban y se marcharon, dejándoles en paz.

Lucía con su madre María Rosa y sus hermanos, después de la muerte de su padre Antonio en 1920

Francisco tenía muchas preguntas que hacer cuando se quedaron solos. Como la primera vez en mayo, había visto todo lo que Jacinta y Lucía habían percibido, pero no había oído nada de lo que dijo la Señora, solo la voz de su prima. Y aun después de haberle explicado todo a él, seguía sin comprender muchos detalles, especialmente la referencia al Inmaculado Corazón. Había visto, efectivamente, el Corazón y no podía olvidar los rayos de luz procedentes de las manos de la Señora, que él había sentido penetrar en su pecho.

“¿Para qué estaba Nuestra Señora con un corazón en la mano —persistía Francisco— derramando por el mundo esa luz tan grande que es Dios? Tú estabas con Nuestra Señora en la luz que descendía a la tierra y Jacinta conmigo en la que subía al cielo.

Es que —le respondió Lucía— Jacinta y tú vais enseguida al cielo, y yo me quedo con el Inmaculado Corazón de María algún tiempo más en la tierra.

¿Cuántos años te vas a quedar? —preguntaba.

No sé, bastantes.

¿Fue Nuestra Señora quien te lo dijo?

Sí. Y yo lo vi en esa luz que nos puso en el pecho.

Jacinta confirmaba eso mismo diciendo: ‘Sí, es así. Yo también lo vi’”.4

¡Yo voy a ir pronto al cielo! —dijo Francisco.

Y desde entonces repetía a menudo, arrobado:

Jacinta y yo vamos a ir pronto al cielo. ¡Al cielo! ¡Al cielo!

Los dos niños menores corrieron hacia su casa llenos de alegría, mientras Lucía, más pensativa, fue sola por su lado a la suya.

Cuando Jacinta y Francisco irrumpieron dentro, tío Manuel y Olimpia acababan de regresar de la feria con dos hermosos bueyes gordos, con los que estaban muy satisfechos. Otros miembros de la familia habían estado en las fiestas de Fátima. Pero los dos niños menores constituyeron el centro de atracción desde el momento en que aparecieron en la puerta de la calle.

¡Vimos de nuevo a la Señora! —gritó Jacinta—. Y me dijo que voy a ir pronto al cielo.

¡Qué tontería! —dijo Olimpia—. ¿Qué Señora?

La Señora hermosa. Vino otra vez hoy.

¿Hermosa? —repitió uno de la familia—. ¿Es tan bonita como fulanita?

¡Mucho, mucho más bonita!

¿Es tan bonita como aquella santa en la iglesia con tantas estrellas en su manto? —preguntó otro, refiriéndose a la imagen de santa Quiteria 5 en san Antonio.

¡No! ¡Mucho, mucho más bonita!

¿Tan bonita como Nuestra Señora del Rosario?

¡Mucho más aún!

Bien; ¿qué te dijo esta vez?

Que rece el rosario y que vaya de nuevo todos los meses hasta octubre.

¿Y nada más?

Jacinta pensó quizá que ya había dicho demasiado.

El resto es un secreto.

¡Oh! ¡Un secreto! ¿Qué secreto? Dinos el secreto.

Pero nada pudo persuadir a ninguno de los dos niños a revelarlo.

El tío Marto se ha referido a menudo a esta conversación. “Todas las mujeres querían saber lo que era
—recuerda— pero yo sobre ese particular jamás le hice la menor pregunta. Lo que es secreto, es secreto y es preciso guardarlo”.6

Inmaculado Corazón de María

Mientras tanto, Lucía era recibida por un auditorio mucho más escéptico y menos cordial. Su insistencia en afirmar que Nuestra Señora se le había aparecido por segunda vez, no hizo impresión en una familia ya convencida de que era una mentirosa fuera de la raya. Por el contrario, aumentó la santa indignación de María Rosa casi hasta el límite. ¡Qué vergüenza pensar que cincuenta personas habían cometido una insensatez yendo a Cova da Iría, y todo por culpa de su inútil Lucía, que tan de prisa la estaba conduciendo a la tumba!

Durante los primeros días siguientes, María Rosa dio señales de una exasperación aún mayor, si esto era posible. Casi todas las habladurías que llegaban hasta ella le confirmaban la enorme sensación que su hija había causado aun en los rincones más remotos de la Serra. La mayoría de los testigos habían creído en la aparición. Estos habían propagado profusamente la noticia a los cuatro vientos y, aunque muchos seguían dudando, no se hablaba de otra cosa.

Lucía tuvo que hacer un gran esfuerzo para aventurarse a pedir a su madre que la enviase a la escuela, en vista de que la Señora le había dicho que aprendiese a leer.

¿Conque a la escuela? —dijo María Rosa en tono sarcástico—. ¡Qué le importa a Nuestra Señora el que tú sepas leer y escribir!

Afortunadamente quizá para su salud corporal y espiritual, María Rosa se acordó a tiempo de lo que el sacerdote padre Ferreira había dicho:

Mañana —dijo— iremos a ver al padre. ¡Y esta vez le vas a decir la verdad!

 

Notas.-

1. William Thomas Walsh (1891-1949), Nuestra Señora de Fátima, Espasa-Calpe, Madrid, 1953, p. 91-100.
2. Giovanni de Marchi, Era una Señora más brillante que el sol, Edições Missões Consolata, Fátima, 2006, p. 66.
3. Memoria IV apud Antonio María Martins SJ, El futuro de España en los documentos de Fátima, Ediciones Fe Católica, Madrid, 1989, p. 134-135.
4. Memoria IV, op. cit., p. 105-106.
5. Virgen y mártir del siglo II.
6. De Marchi, op. cit., p. 70.

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