¿En la Historia de la Iglesia hubo un tiempo en que aparecieron antipapas? ¿Qué viene a ser eso?
Lamentablemente la existencia de antipapas es un hecho real en la Historia de la Iglesia, y el fiel católico debe ser instruido a ese respecto a fin de comprender, sin escandalizarse, ciertos episodios del pasado y quizás —¡Dios nos libre!— otros semejantes que puedan ocurrir en el futuro. En la Última Cena, en el momento tal vez de mayor solemnidad del convivio de Nuestro Señor con sus discípulos, Él les dijo: “Por aquí conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros” (Jn. 13, 35). Ya al inicio de su vida pública, previendo el desencadenamiento de las pasiones que conturbarían la vida de su Iglesia, había proclamado en el célebre Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra” (Mt. 5, 4). Y más adelante, Él insistió: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11, 29). No debería haber pues, disensiones entre los discípulos de Cristo. ¡Y no dejamos de sorprendernos cuando éstas ocurren! Especialmente en los escalones del gobierno de la Iglesia... Por ello, Nuestro Señor también previno: “Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, mas por dentro son lobos voraces” (Mt. 7, 15).
Sucede que, por voluntad del mismo Jesucristo, la Santa Iglesia es gobernada por hombres, con todas sus peculiaridades personales, muchas veces legítimas, pero también con todas sus limitaciones, debilidades, pecados y maldades, consecuencias del pecado original. Y así, a pesar de la asistencia continua del Espíritu Santo a la Iglesia, surgen, inclusive entre los hombres más eminentes que la gobiernan, discrepancias de puntos de vista e incluso disensiones y oposiciones. Entre éstas, las manifestaciones más agudas son los antipapas, los cismas y las herejías. De ahí la advertencia hecha por el gran Papa Adriano VI (siglo XVI): “La Sagrada Escritura anuncia claramente que los pecados del pueblo tienen origen en los pecados de los sacerdotes, y por eso, como observa Crisóstomo, nuestro Divino Salvador, cuando quiso purificar la enferma ciudad de Jerusalén, se dirigió en primer lugar al Templo, para reprender antes que nada los pecados de los sacerdotes; y en ello imitó al buen médico, que cura la enfermedad en su raíz” (Ludwig Pastor, Historia de los Papas, Editorial Gustavo Gil, Barcelona, 1952, vol. IX). Pero nunca faltan a los fieles las gracias para saber cómo comportarse en tales circunstancias. La pregunta del lector versa sobre los antipapas, tema sobre el cual se concentrará pues nuestra respuesta. La conceptuadísima Enciclopedia Cattolica (edición de 1949), en el vocablo “Antipapa”, así lo define: “Antipapa es aquel que, elevado al Papado de modo no canónico, atribuye a sí mismo la dignidad y la autoridad papal. Se trata pues, de un usurpador (a veces de buena fe) que, arrogándose un poder que no tiene, porque está privado de la legítima misión para gobernar la Iglesia, crea en Ella no apenas una cisión electoral, sino, en caso de obstinarse, un verdadero cisma entre los fieles”. El Gran Cisma de Occidente Para facilitar la comprensión del lector, vamos a “filmar” en cámara lenta el surgimiento de un antipapa, justamente con uno de los casos más famosos, conocido como el Gran Cisma de Occidente, iniciado en 1378. Dicho sea de paso, la historia comienza 73 años antes, con la elevación al pontificado del Arzobispo francés Bertrand de Got, que bajo el nombre de Clemente V gobernó la Iglesia de 1305 a 1314. El cónclave para su elección fue realizado en la ciudad italiana de Perugia y, contrariamente a la praxis, el nuevo Papa quiso ser coronado en la ciudad de Lyon, en Francia, país de donde, por presión del Rey Felipe el Hermoso, nunca más saldría... Después de recorrer varias ciudades francesas, en 1309 acabó instalándose en Avignon, al sur de Francia, que será a partir de entonces la residencia oficial de los Papas hasta 1377 (exceptuando un pequeño paréntesis de tres años del Papa Urbano V en Roma). Los Papas, entonces, ahí se sucedieron y, como era previsible, el número de cardenales franceses fue creciendo, al punto de tornarse preponderante, de modo que determinaría el resultado de los cónclaves.
Las advertencias de Santa Brígida Los inconvenientes de esa situación están a la vista. Muchos fueron los esfuerzos de toda la Cristiandad para traer al Papado de vuelta a Roma. Aunque con sede en Avignon los Papas continuaban siendo Obispos de Roma, sucesores de San Pedro en línea recta. Entre esos esfuerzos ocupan un lugar de relieve los realizados por Santa Brígida, Reina de Suecia. Ella misma, para una actuación más ágil, trasladó su residencia a Roma, de donde transmitía a los Papas en Avignon las severas amonestaciones que recibía para ellos de parte de Nuestro Señor, en revelaciones privadas. Por fin, en 1367, después de vencer mil impedimentos, Urbano V (que era romano) regresó a Roma, donde reinó hasta 1370. Ese año, sin embargo, dando marcha atrás, volvió a Avignion, contrariando la advertencia de Santa Brígida, que vaticinó su muerte si lo hiciese, lo cual realmente ocurrió en setiembre del mismo año, algunos días después de su llegada a la ciudad francesa... Finalmente, Gregorio XI (francés), apenas electo Papa en diciembre de 1370, anunció su designio de trasladarse a Roma, lo cual sólo consiguió hacer efectivo seis años después, en enero de 1377. Interesa registrar que mientras tanto había fallecido Santa Brígida (1373), quien fue providencialmente substituida en el difícil encargo de amonestadora de los Papas por otra célebre mística, Santa Catalina de Siena. Ésta llegó incluso a acudir a Avignon en cumplimiento de su espinosa y profética misión. Pero lamentablemente, el pontificado de Gregorio XI, que tanto prometía para la restauración del Papado y de la Ciudad Eterna, concluyó un año después, con su fallecimiento a los 47 años de edad, el 27 de marzo de 1378. Se avecinaba la tragedia del Gran Cisma de Occidente. El pueblo exige la elección de un Papa italiano El cónclave para su sucesión se reunió diez días después en aposentos comunes del palacio vaticano. Siguiendo la orientación del Papa fallecido, los cardenales no aguardaron la llegada de los seis cardenales que se habían quedado en Avignon, ni la del cardenal de Amiens, que se encontraba en el exterior, en misión confiada por Gregorio XI. Estaban en Roma apenas dieciséis cardenales: once franceses, cuatro italianos y un español. La mayoría de dos tercios establecía el mínimo de once votos para la validez de la elección papal. Para llegar al palacio apostólico, los cardenales tenían que abrirse camino entre la multitud que llenaba la Plaza de San Pedro y sonreían cuando de la turba salía el grito: “Romano lo volemo”. El pueblo de Roma quería que se eligiese un Papa romano, o al menos italiano, exigiéndolo a gritos, a veces acompañados de amenazas. Los cardenales respondían que actuarían de acuerdo con su conciencia buscando el mayor bien de la Iglesia. El colegio cardenalicio estaba dividido en tres facciones: siete cardenales franceses proponían la elección de un cardenal lemosino (de la región de Limoges, Francia), los cuatro italianos querían un italiano, y tres cardenales franceses preferían unirse a los italianos para que no triunfase el grupo lemosino, que había predominado en los cuatro últimos pontificados. A la mañana siguiente (8 de abril), un grupo de romanos armados invadió el campanario de San Pedro y tocó las campanas a toda fuerza, convocando al pueblo a la Plaza de San Pedro. Congregado el pueblo, gritaban en coro: “Queremos un Papa romano, o al menos italiano”. Los más exaltados prometían descuartizar a los cardenales franceses si ello no sucedía. El obispo de Marsella, Francia, aproximándose a una ventana le dijo al cardenal Orsini y a otro francés: “Apresuraos señores, porque corréis el riesgo de ser descuartizados si no elegís pronto a un Papa italiano o romano”. El pavor y la aprensión de los cardenales aumentaba. Después de media hora de deliberación, decidieron calmar los ánimos del pueblo con algunas palabras de esperanza. El cardenal Orsini se aproximó a una ventana y prometió: “Quedad tranquilos: mañana al mediodía tendréis un Papa romano o italiano”. La elección de Urbano VI Como ninguno de los conclavistas podía conquistar los dos tercios de los votos, era necesario recurrir a alguien fuera del colegio cardenalicio. Las atenciones se volvieron hacia el arzobispo de Bari, Italia, que terminó siendo aceptado aunque con restricciones por los diversos partidos. Obtuvo quince votos, pues el cardenal Orsini que deseaba la tiara para sí, se abstuvo. La duda está en que si todos los votantes lo hicieron con perfecta libertad, o por miedo de las amenazas, lo cual invalidaría la elección. Eran las nueve de la mañana. Pero era necesario llamar al arzobispo de Bari. El cardenal Orsini proporcionó al obispo de Marsella una lista con siete nombres de obispos italianos, de los cuales el primero era el de Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari. Bartolomé Prignano tenía un absoluto dominio de los asuntos de la curia por sus largos años pasados en Avignon, y por haber sido Vice-Canciller del Papado en Roma, en el período de Gregorio XI. Además, nacido en Nápoles bajo los reyes de Anjou, era un italiano semifrancés y gozaba de la familiaridad de los cardenales lemosinos. Ello explica su elección. Al final del día, por miedo del pueblo, seis cardenales se refugiaron en el Castillo de Sant’Angelo, otros cinco en residencias romanas, y cuatro buscaron protección en fortalezas fuera de Roma. Sólo quedaron en el Vaticano el cardenal de San Pedro y el nuevo Papa. Al día siguiente por la mañana, éste convocó a todos los cardenales para que viniesen al palacio apostólico para proceder a su entronización. Reunidos en la capilla los doce cardenales que se encontraban en Roma, era el momento de declarar inválida la elección si alguno así lo pensase. No obstante, lo que hicieron fue notificar oficialmente al electo su designación. Lo revistieron de los ornamentos pontificios y le hicieron reverencia de rúbrica, mientras entonaban el Te Deum. El cardenal Pedro de Vergne, abriendo una ventana, proclamó al pueblo: “Os anuncio una gran alegría: tenéis un Papa y se llama Urbano VI”.
Las exhortaciones de Santa Catalina de Siena El día 18, Domingo de Pascua, habiendo regresado los cuatro cardenales que se habían refugiado fuera de Roma, el arzobispo de Bari, Bartolomé Prignano, fue nuevamente entronizado en la Basílica de San Juan de Letrán. Y de regreso a San Pedro, se celebró la ceremonia de coronación, siendo el cardenal Orsini quien le ciñó la tiara papal. Nos demoramos en la descripción detallada de estos hechos para mostrar que, si alguna duda hubo durante la elección, ésta quedó convalidada por el procedimiento ulterior de los mismos cardenales que por ventura hubiesen votado sub metu (presionados por el miedo). Todo pues, parecía encaminado de la mejor manera en aquellas circunstancias difíciles, cuando la inhabilidad con que se desempeñó el nuevo Papa reencendió las prevenciones que contra él algunos cardenales habían tenido. Despreciaba públicamente a los cardenales, los insultaba a punto de exasperarlos. A los cardenales Cros y Lagier los reprendió ásperamente y poco faltó para abofetear al primero en pleno consistorio. Llamó estúpido al cardenal Orsini delante de los miembros da la Curia; al cardenal Roberto de Ginebra, rebelde; al de Florencia, ladrón; al de Amiens, traidor. En vano Santa Catalina de Siena lo exhortaba en sus cartas a la moderación y a la dulzura propias del Buen Pastor. No es que no hubiese mucho que corregir, incluso entre los cardenales. Pero est modus in rebus (las cosas deben ser hechas con tacto y con prudencia). El cardenal de Amiens que, como dijimos, no participó del cónclave, era una de las personalidades más relevantes del sacro colegio, hábil diplomático, pero poco escrupuloso e inmensamente rico. Llegando al Vaticano presentó sus homenajes a Urbano VI, pero no pasaron muchos días antes de que tuviese un altercado con el Papa, en que ambos se injuriaron fuertemente. Fue cuanto bastó para congregar en su casa a los enemigos de Urbano VI, entre ellos los cardenales... Estaba abierto el camino para el cisma. La elección de un segundo papa: Clemente VII Los cardenales descontentos, que incluían a tres italianos, se reunieron en Agnani, donde emitieron una declaración afirmando formalmente que habían votado bajo coacción del pueblo romano, y que por lo tanto la elección de Urbano VI había sido inválida. Denunciaban la tiranía por él instaurada y lo intimaban a que abandonase el cargo que anticanónicamente ocupaba. Marchándose después a la ciudad de Fondi, en el Reino de Nápoles, bajo la protección de la Reina Juana, eligieron al cardenal Roberto de Ginebra como papa, el cual adoptó el nombre de Clemente VII. Era el día 20 de setiembre de 1378. El cisma (o sea, la separación) estaba consumado; un cisma que perduraría durante casi 40 años, con desastrosas consecuencias para la Iglesia.
Al llegar Clemente VII a Nápoles acompañado de tres cardenales, la protección de la reina Juana se mostró insuficiente para contener el descontento popular, que se levantó a los gritos de “¡Muera el anticristo! ¡Mueran Clemente y sus cardenales! ¡Viva el Papa Urbano!” El día 22 de mayo Clemente VII dejaba definitivamente Italia, y el día 20 de junio entraba en Avignon como antipapa. El padre Ricardo García Villoslada S. J., en su conceptuada Historia de la Iglesia Católica, concluye su narración con estas acertadas observaciones: “El antiguo prestigio de esta ciudad papal fue la razón de que el nuevo papa aviñonés se rodease de una aureola de legitimidad semejante a la que Roma confería a Urbano VI. Si no se hubiese instalado en una sede tan prestigiosa como Avignon, difícilmente habría sido posible mantener un cisma durante tan largo tiempo” (tomo III, p. 196). La Enciclopedia Cattolica clasifica a Clemente VII como un auténtico antipapa. Sobre la elección de Urbano VI, afirma que “es difícil hoy poder dudar [de su elección], si se quiere tomar en cuenta desapasionadamente toda la documentación a favor y en contra, y en particular el testimonio de Santa Catalina de Siena” (voc. cit.). Si las fieras dejadas por el pecado original en el corazón humano no fueren bien enjauladas y domesticadas por la ascesis y la auténtica práctica de las virtudes, ellas se exacerban y provocan verdaderos terremotos en la convivencia humana, no escatimando aún incluso al santuario de Dios, que es la Santa Iglesia. Pero no por eso deja Ella de ser la “Mater et Magistra” de todos los pueblos de la tierra. Son fallas humanas y no de la institución. Su elemento humano puede deteriorarse y hasta perecer, pero la promesa de Nuestro Señor Jesucristo permanece, desafiando a los siglos: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella...” (Mt. 16, 18). El lector ciertamente querrá saber cómo terminó la historia. Pero el espacio está agotado y el asunto queda para otra ocasión, si los lectores efectivamente manifiestan ese deseo...
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