Pregunta ¡Gracia y Paz! Solicito su aclaración sobre una afirmación que leí en el libro Los Ángeles, del padre Reis: “Dios nos destinaba dos paraísos: uno celestial y uno terrenal. Terminado el pecado todo será recompuesto como en el principio y la tierra quedará para recreo de los elegidos ya que, participando de todos los dotes del cuerpo y del alma gloriosos de Jesús, vendremos a este mundo con la rapidez del pensamiento”. ¿Esta doctrina es solo una opinión teológica o hace parte de la doctrina oficial católica? Y si hace parte, ¿por qué en el Catecismo nunca se tocó este asunto y el pueblo cree que, después que el mundo acabe por el fuego, no quedará nada, solo el cielo? Respuesta Me agradó la pregunta de la ilustre consultante porque, más allá del interesante punto específico que levanta, ella apunta para un aspecto muy vasto y consolador de nuestra bella religión católica, que se puede resumir en las dos últimas verdades que recitamos en el Símbolo de los Apóstoles: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Amén”. Lamentablemente, en nuestro mundo ateo y materialista, el número de los que afirman que todo se acaba con la muerte está en aumento. Y también el de aquellos que, si bien aceptan la existencia del más allá, no creen en el cielo ni en la resurrección. La “nueva pastoral” teme hablar de la muerte, Una de las principales críticas que se puede hacer a la “nueva pastoral” —adoptada por muchos sacerdotes y catequistas— es la de no hablar del pecado y de los llamados “novísimos del hombre”, es decir, sus últimos fines (muerte, juicio, infierno y paraíso), bajo el pretexto de no atemorizar a los fieles. El precio a pagar es que, en los sermones y en las clases de religión, no se habla o se habla muy poco, del cielo y de sus alegrías. Si poco se habla del cielo en términos atractivos, no debe extrañar que los oyentes piensen apenas en buscar la felicidad en esta vida, ya que no tienen ninguna noción de aquellas cosas que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Cor 2, 9), según las palabras de San Pablo a respecto del cielo. Sin duda, el bien esencial de la bienaventuranza es la visión beatífica. Pero existen también las alegrías accidentales del cielo: las relaciones con Nuestro Señor Jesucristo, la Santísima Virgen, los ángeles y los santos, así como la “paz eterna”, o sea, la certeza de la posesión de la felicidad y de la liberación del sufrimiento y de toda clase de mal, por todo y siempre. Se cumplirá entonces la promesa que Jesús hizo a los apóstoles en su discurso después de la última cena: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas [...]. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros” (Jn 14, 2-3).
Con la resurrección, Sin embargo, es también dogma de fe que esa felicidad eterna no será concedida exclusivamente al alma, sino también al cuerpo. Pues todos los muertos resucitarán en el último día, siendo que los justos lo harán en un verdadero cuerpo humano glorificado, el cual reencontrará la plenitud de sus facultades físicas. En toda lógica, la presencia del cuerpo será acompañada por la recreación de un universo físico que le sirva de morada. A ese respecto, Santo Tomás de Aquino enseña: “Una vez realizado el juicio final, la naturaleza humana quedará situada totalmente en su término. Y como todas las cosas corporales existen en cierto modo para el hombre [...] será conveniente que el estado de toda criatura corpórea se cambie para que concuerde con el estado de los hombres que existirán entonces. Y como los hombres serán ya incorruptibles, se quitará a toda criatura corpórea el estado de generación y corrupción. Y esto es lo que dice el Apóstol: ‘Ellas mismas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción, para participar en la libertad de los hijos de Dios’ [cf. Rom 8, 21]” (Suma contra los Gentiles, L. IV q. 97). En el fin del mundo, De ahí resulta que el “fin del mundo” no puede ser entendido como una aniquilación, sino como una renovación del universo. Nuestro Señor anunció un mundo nuevo y, por eso, junto con San Pedro, “esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia” (2 Pe 3, 13). Y es por eso que, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “el universo visible también está destinado a ser transformado, ‘a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos’, participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 5, 32, 1)” (nº 1047). La siguiente descripción del P. J. Marc, en su obra Paraíso Celeste — La felicidad eterna de los bienaventurados, nos da una pálida idea de lo que será ese mundo renovado: el justo glorificado —escribe él— “contemplará en todos sus detalles esos innumerables mundos que había conocido aquí de modo vago y conjetural. Admirará la armonía de sus leyes, la invariable regularidad de sus recorridos, la majestad de sus movimientos. Esta tierra, que hoy es maldita, triste y desolada, y que él tan frecuentemente regó con sus sudores y lágrimas, retornará a su primera juventud y surgirá ante él sonriente, verde y florida, adornada por las manos del propio Dios con todas las gracias de la primavera”. Tal vez por sentir que algunos lectores podrían quedar sorprendidos por la evocación de vegetales floridos, el P. Marc añade, en una nota: “El sentimiento más admitido por las Sagradas Escrituras y más aprobado por los Santos Padres y Doctores —especialmente por San Agustín, San Gregorio, San Jerónimo, San Anselmo, etc.— es de que, después del Juicio Final y de la conflagración del universo, esta tierra que habitamos será no solo renovada y transformada, sino nuevamente revestida de árboles, flores, frutos, fuentes y otras decoraciones semejantes. Esto para el embellecimiento de la propia tierra y también del resto del universo”. ¿Habrá entonces plantas y animales? Sin embargo, es un punto discutido por los teólogos si, en el mundo renovado, habrá plantas y animales. Santo Tomás y otros grandes autores sustentan que no habrá, por no tener un alma inmortal (al contrario de los hombres), ni cualquier aptitud para la perpetuidad, como sería el caso de los astros y de los minerales, en la concepción rudimentaria que los antiguos tenían de la física. (En realidad, los científicos admiten hoy que los elementos materiales de la Creación, caminan para un estado de degradación, cuyo desenlace no saben cual será). No obstante, en la misma época medieval, algunos teólogos de la escuela franciscana subrayaban que, incluso no siendo absolutamente necesaria para el hombre en el cielo (porque no necesitará alimentarse), la presencia de plantas y animales revestidos de incorruptibilidad por el poder divino, convendría para la ornamentación del mundo nuevo, pues así no faltaría un grado intermedio entre los minerales y los hombres. Su presencia daría también alegría a los bienaventurados, que podrían contemplar su belleza y su orden. La armonía primitiva que existía en el Paraíso entre Adán y la naturaleza entera sería así restaurada para los justos, en un grado aún superior: “Habitará el lobo con el cordero, el leopardo se tumbará con el cabrito, el ternero y el león pacerán; un muchacho será su pastor” (Is 11, 6). La Iglesia no se ha pronunciado, y probablemente no se pronunciará a propósito de estas conjeturas secundarias sobre la transformación final del estado físico del mundo, porque concentra su atención en aquellos aspectos que revisten una importancia religiosa, y principalmente en la consideración de la victoria final de Nuestro Señor Jesucristo sobre el mal y la muerte, y la plena realización del plan divino para la Creación: “Y, cuando le haya sometido todo, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo. Así Dios será todo en todos” (1 Cor 15, 28). La tierra renovada servirá de Para responder la pregunta del consultante, ¿cuál será entonces la suerte de este valle de lágrimas, nuestra tierra de exilio? Probablemente ella tendrá la misma suerte que el resto del universo material. Por un lado, sufrirá la destrucción anunciada por San Pedro, para ser purificada de los pecados que en ella fueron cometidos: “El día del Señor llegará como un ladrón. Entonces los cielos desaparecerán estrepitosamente, los elementos se disolverán abrasados y la tierra con cuantas obras hay en ella quedará al descubierto” (2 Pe 3, 10). Pero, por otro lado, será inmediatamente regenerada y sometida a nuevas leyes, para así servir de templo de la inmortalidad. De esa manera, dice San Anselmo: “Esta tierra que mantuvo y nutrió el Cuerpo santo del Señor será un paraíso. Puesto que fue regada con la sangre de los mártires, ella será eternamente decorada de flores odoríferas, de violetas y de rosas que no se marchitan”. Y Guillermo de París —abad de Æbelholt, en Dinamarca, siglo XII—, después de afirmar que los animales, los vegetales y los minerales serán consumidos por el fuego, añade: “Gran número de sabios entre los cristianos estiman que la tierra, después de la resurrección, será adornada de nuevas especies, siempre frescas, de flores incorruptibles y que allí reinará una primavera y una amenidad perpetuas, como en el Paraíso donde fueron colocados nuestros primeros padres”. El pensamiento del cielo nos atrae De todo lo que precede, se debe concluir que, si el pensamiento de la muerte, del Juicio Final y del Infierno nos llenan de temor de Dios y nos alejan del pecado, la evocación de la felicidad eterna de la visión beatífica, como también de las delicias materiales del cielo, debe llenar nuestras almas del puro amor de Dios y atraernos hacia los bienes verdaderos y eternos. En este mundo contaminado por el pecado y por desórdenes de todo tipo, que están conduciendo a la humanidad a la desesperación, recitemos una invocación de la Letanía de Todos los Santos: “Para que eleves nuestras almas al deseo de las cosas celestiales; te rogamos, óyenos”. ♦
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