Contemplativa de la Pasión de Cristo
De una influyente familia de Florencia, Catalina fue favorecida desde su niñez con gracias místicas, participando de la Pasión de Nuestro Señor y de sus estigmas Plinio María Solimeo
ALESSANDRA LUCREZIA ROMOLA, como fue bautizada, nació en Florencia, entonces capital del ducado de Toscana, el 23 de abril de 1522. Su padre, Pedro Francisco de Ricci, pertenecía a una antigua y respetada familia de banqueros y mercaderes. Su madre, Catalina de Ricasoli, falleció poco después de su nacimiento. Este triste acontecimiento no perjudicó a la niña, pues tanto su padre —¡en aquellos buenos tiempos, hasta los banqueros eran piadosos!— como la madrastra, se esmeraron en que los hijos del primer matrimonio fuesen criados en el santo temor de Dios. La madrastra observó desde un comienzo en Alessandra una tendencia particular hacia la piedad, especialmente para la oración solitaria, e hizo todo lo que estaba a su alcance para desarrollar en ella esa santa inclinación. A los diez años, Alessandra fue incorporada como alumna interna en el monasterio de San Pedro de Monticelli, en los arrabales de Florencia, donde una tía paterna, Luisa, era religiosa. Allí comenzó a dar muestras de la eminente santidad a que Dios la había llamado. En efecto, el contacto con las religiosas despertó en su alma un noble afán de emulación, que la llevaba a observar y a practicar los actos de virtud que en ellas veía. Era sobre todo atraída por una imagen de Nuestro Señor crucificado, ante la cual rezaba y meditaba durante la recreación, vertiendo lágrimas de amor y pesar. Desde ese tiempo el Señor le inspiró el deseo de meditar en su sagrada Pasión. Un convento austero, pobre y mortificado
No es de sorprender que en ella se manifestase desde muy temprano la vocación religiosa, aunque su padre tenía otros planes. Antes de cumplir los trece años de edad, la retiró del monasterio y comenzó a prepararle un matrimonio con algún joven de la aristocracia florentina. Pero Alessandra insistió tanto en que quería hacerse religiosa, que el padre no quiso oponerse a lo que reconocía ser voluntad divina. Ya desde hacía tiempo ella soñaba con ingresar en alguna orden religiosa en que la observancia floreciera en todo su rigor, sin ninguna mitigación o dispensa; pero el estado de relajamiento era tan grande en aquella época —aunque mucho menor que hoy en día— que ella no se decidía en qué monasterio ingresar. Cierto día estaba en la casa de campo de la familia, en Prato, cuando se encontró con dos hermanas legas del convento vecino de San Vicente, que pedían limosnas. Conversando con ellas, supo que las religiosas de aquel convento llevaban una vida muy austera, pobre y mortificada. Pertenecían a la Tercera Orden de Santo Domingo, y eran enclaustradas. Inspirada por Dios, resolvió ser una de ellas. Así, en 1535, a los trece años de edad, se encerró para siempre en ese monasterio, para vivir la vida pobre y olvidada que procuraba. En el momento de su entrada, tuvo un éxtasis en el cual le pareció que Jesucristo y María Santísima la introducían en un ameno jardín lleno de flores. Alessandra encontró en el monasterio un espíritu de fervor religioso suficientemente alto para satisfacer su exigente ideal. Tomó entonces en religión el nombre de Catalina. Víctima expiatoria por la salvación del mundo En los primeros años en el convento, Catalina se vio sujeta a humillantes pruebas por parte de la comunidad, debido a la mala interpretación de algunos de los altos favores sobrenaturales que ella recibía. Pero poco a poco su humildad y santidad triunfaron, y ella pasó a ejercer cargos de dirección en el convento. Así, antes de cumplir los 20 años de edad, le confiaron el cargo de maestra de novicias, seguido del de subpriora; y a los 25 años el de priora, que mantuvo hasta el fin de su vida. Algunos años después de su entrada en el convento, fue atacada por una grave, larga y molesta enfermedad, con dolores agudos en todo el cuerpo, que degeneró después en hidropesía y mal de piedra, acompañado de asma. Esas dolencias duraron dos años, en los cuales de nada sirvieron los remedios que le recetaban. Sufría con santa resignación todos esos males, pensando en los padecimientos divinos durante la Pasión. Ese mal empeoró tanto en mayo de 1540, que pasaba muchas noches sin poder dormir. En fin, el día 22 de mayo, que en aquel año era la vigilia de la Santísima Trinidad, se le apareció un santo de la orden de Santo Domingo (no dice quién), que le hizo la señal de la cruz sobre el estómago y la dejó instantáneamente curada, para admiración de todas las hermanas presentes. De ahí en adelante su existencia, sin salir del ámbito del dolor y de la vida de víctima expiatoria para la salvación del mundo que había escogido, sería iluminada por éxtasis, revelaciones, profecías y milagros. Participación en la Pasión de Nuestro Señor A partir de febrero de 1542, Catalina comenzó a experimentar lo que denominaron "éxtasis de la Pasión", que se renovó semanalmente durante doce años. En ese éxtasis ella era raptada desde el jueves al medio día hasta las 4 de la tarde del viernes. Durante tales éxtasis, participaba de modo maravilloso de todos los pasos de la Pasión de Nuestro Señor, y también de los dolores de su Madre Santísima. El cuerpo parecía suspendido del suelo durante horas. El hecho fue extensa y cuidadosamente estudiado durante ese largo período, reuniendo todas las pruebas de autenticidad. El extraordinario evento atraía tanta gente de todos los niveles sociales, que perturbaba la paz y la observancia del convento, cesando, en respuesta a las oraciones de Catalina y de toda la comunidad. Santa Catalina de Ricci recibió también los estigmas de la Pasión, que se volvían muchas veces visibles. En la Pascua del año 1542, recibió un anillo de noviazgo místico de las manos del Redentor. Ese anillo era visto por los demás como un círculo rojo en el dedo, pero ella lo consideraba como un anillo de inestimable valor. Sin embargo, los dones de profecía y discernimiento de los espíritus fueron, sin duda alguna, los que más atrajeron sobre ella la atención. Cardenales y obispos, príncipes y grandes señores llegaban de toda Italia al humilde convento, para pedir consejo, recibir un aviso, una palabra de consuelo, o apenas para oír la voz de aquella que hacía trasparecer en sí de modo tan eminente la presencia de Dios. A pesar de la clausura, mostraba vivo interés por sus hermanos y por los numerosos "hijos espirituales" que dirigía. Viviendo en el convento de Prato, ella se comunicaba milagrosamente a la distancia con San Felipe Neri, en Roma. Por eso, ambos tenían muchos deseos de verse. Dios les concedió esa alegría en una visión, durante la cual pudieron conversar. Del mismo modo estuvo en presencia de su coterránea, Santa María Magdalena de Pazzi, a pesar de nunca haber estado juntas. En sus innumerables éxtasis, Catalina pudo contemplar el cielo, el infierno y el purgatorio. Un día en que tuvo conocimiento de los padecimientos de un alma del purgatorio, fue tomada de tal compasión, que la vieron sufrir los dolores más atroces, enviados por el cielo en expiación de las penas que aquella alma merecería. Extremo amor a Dios y al prójimo Era de una sabiduría y prudencia consumadas para dirigir almas, así como en el cargo de superiora, conforme lo señala su primer biógrafo ––el obispo de Fiésole, Mons. Catani–– que escribió en su biografía, dos años después de su muerte: "Amaba tan tiernamente a su Dios, que tenía su mente siempre unida con Él, tomando de cualquier cosa motivo para alabarle y bendecirle. La caridad que tenía hacia su prójimo era de tal manera singular, que por este motivo se empleaba en los oficios más bajos del monasterio y de mayor trabajo. Cuando enfermaba alguna de sus monjas, la asistía continuamente en todas sus necesidades, privándose del sueño para que las otras descansasen, y perseverando firme en su asistencia, hasta que las enfermas o sanaban o fallecían". "Su paciencia era invencible en las adversidades, en las tribulaciones y en las enfermedades que padeció, que fueron muchas y penosísimas, algunas de las cuales las había pedido al Señor por la salvación de los pecadores, y en descuento de las penas que merecía por sus pecados". Continúa el mismo Mons. Catani: "Eran muchísimas las penitencias que hacía, llevando siempre una cadena de hierro y un áspero cilicio sobre su cuerpo; ayunaba frecuentemente a pan y agua, y por el espacio de cuarenta y ocho años no comió carne ni huevos. Fue siempre obedientísima a sus superiores, venciendo cualquier repugnancia que tuviese en cumplir prontamente cuanto le ordenaban".1 En fin, después de otra larga y dolorosa enfermedad, habiendo recibido los últimos sacramentos de la Iglesia, entregó su bella alma al Creador el día de la Purificación de la Santísima Virgen, 2 de febrero de 1590, a los 68 años de edad, 42 de los cuales pasados en el gobierno de su monasterio.
Muchos milagros comprueban su santidad A pesar de la fama de santidad que gozaba en vida, el proceso de beatificación de Catalina sufrió muchas demoras, y ella sólo fue elevada a la gloria de los altares en 1732, siendo canonizada apenas catorce años después, en 1746, debido a los numerosos milagros operados por ella en ese período. Uno de ellos, aceptado para su canonización, ocurrió con la señora María Clemencia, también florentina, que por espacio de ocho años había sufrido continuamente un cáncer en el pecho, del cual ya salían gusanos. Reducida al extremo, recibió los últimos sacramentos. Pero, habiéndose encomendado con fervorosa oración a Santa Catalina de Ricci, se vio de un momento a otro completamente curada. Otro milagro también aceptado para su canonización tuvo lugar en la ciudad de Augusta, con sor María Magdalena Fabri, religiosa dominica del convento de Santa Catalina de Siena. Hacía tres años que ella padecía de una grave enfermedad en las articulaciones, que le comprimía los nervios de las piernas. Además de padecer continuamente muchos dolores, no podía moverse, y de nada le habían valido los muchos medicamentos que tomaba. El día dela beatificación de Catalina de Ricci, la comunidad se reunió en el coro para cantar un Te Deum de acción de gracias. Para eso, cargaron a sor María Magdalena para que participara del mismo. En cuanto las religiosas cantaban, la enferma se encomendó con mucho fervor a la nueva beata, y en el mismo instante se sintió completamente curada, habiendo recuperado sus fuerzas como si nada hubiese padecido. Se arrodilló para rezar, y después comenzó a andar con las otras religiosas por todo el convento.2 Notas.
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