PREGUNTA Confieso que tengo una gran fe en Dios, que procuro vivir en consonancia con los Diez Mandamientos, que soy contraria al aborto, pues aunque estuve embarazada cinco veces y habiendo sido presionada por mi ex-esposo para interrumpir dos de esas gestaciones, permanecí fuerte y firme, y hoy disfruto del amor y del cariño de cuatro hijos maravillosos y de nietos que amo más que a mi misma... No oso pedirle nada a Dios en mis oraciones, pues siento que ha sido tan misericordioso conmigo, que sólo tengo que darle gracias. Pero, según la Iglesia Católica, soy una pecadora... me divorcié de mi ex-esposo, pues me cansé de ser maltratada. Hoy estoy casada, solamente por las leyes civiles. ¿Por qué la Iglesia Católica me condena como pecadora y hasta me impide recibir los sagrados sacramentos? ¿Tendrá Ud. un remedio para mí? Felicitaciones por sus brillantes consideraciones sobre el “tsunami”, pero por favor, líbreme, si puede, de este “tsunami” que destruye mi alma. Con la mayor admiración y respeto. RESPUESTA La carta que tengo en mis manos y debo responder, revela una persona batalladora y hasta heroica, resistiendo a las presiones del marido para cometer dos crímenes abominables, como serían esos abortos que ella, con altísimo mérito, no consintió en realizar. Por eso mismo fue recompensada por Dios con cuatro hijos maravillosos y nietos que ama más que a sí misma. Ella manifiesta gran fe en el Señor y la intención de vivir en consonancia con los diez Mandamientos de la Ley de Dios. Hasta aquí, sólo caben elogios.
Los dones de Dios nos incitan a pedir dones mayores Ya merece una pequeña salvedad su afirmación de que no osa pedirle nada a Dios en sus oraciones, pues siente que “ha sido tan misericordioso conmigo, que sólo tengo que darle gracias”. Dios es infinitamente misericordioso, y sus dones, que son inagotables, en vez de impedir nuestros pedidos, nos incitan a pedir dones aún mayores. Dios quiere darnos, y nos dará la posesión eterna de sí mismo —Bien supremo— en la vida bienaventurada en el Cielo. Aquí, pues, entró una falla de quien me escribe, falla que se reveló fatal: cuando comenzaron los maltratos del esposo, en vez de pedirle a Dios para soportarlos noblemente, refugiándose en el cariño de sus hijos y nietos, partió para una otra unión pecaminosa que la Iglesia (y, por lo tanto, Dios) no aprueba. Note que voy a aconsejarla del punto de vista de la doctrina católica tradicional, la única auténtica. Hay hoy en día una pastoral progresista que tiende a aceptar la llamada “segunda unión”. Pero ella no está de acuerdo con la orientación tradicional de la Iglesia. Si irremediablemente la vida con su marido fuese insoportable, y sobre todo la pusiese en una situación indigna, le sería lícito separarse de él, de acuerdo con la legislación religiosa y civil vigente. El procedimiento enteramente correcto en este caso sería buscar la separación de acuerdo con las leyes de la Iglesia, lo que evidentemente no le daría derecho a un nuevo matrimonio. Pero su fe en Dios y su intención de vivir en consonancia con los Diez Mandamientos, le eran propicias para inducirla a aceptar resignada la separación legal, si ella fuese necesaria. Separación siempre muy dilacerante, sin duda, pero esa sería justamente la ocasión para pedirle una gracia a Dios, es decir, las fuerzas para soportar tal sufrimiento y ofrecer a Dios el holocausto que esa dilaceración provocaba. Y, repito, buscar alivio y consuelo en los hijos y nietos maravillosos que Dios le dio. Efectos civiles correspondientes a la separación Conviene aclarar que, aparte de la separación legal ante la Iglesia, le sería legítimo disponer también la separación legal ante las leyes civiles, no para alcanzar el derecho a un nuevo “matrimonio” —que la Ley de Dios no permite— y sí para obtener los efectos civiles correspondientes a la separación de hecho (pensión alimenticia, ayuda para la educación de los hijos, problemas patrimoniales, herencia, etc.). Que esa separación civil tenga hoy en día el nombre de divorcio, es un inconveniente muy desagradable que no impide sin embargo que el cónyuge perjudicado busque la regularización de su situación civil. Pero siempre entendiendo que esos efectos civiles del divorcio no incluyen, para un católico, la posibilidad de un nuevo matrimonio. Puesto en estos términos, la separación de un matrimonio católico no implica la clasificación de los cónyuges separados como pecadores públicos, y por lo tanto no impide su frecuencia a los santos Sacramentos. Aunque la legislación los designe con el nombre repulsivo de “divorciados”.
¿Cómo arreglar la difícil situación? Lamentablemente, Ud. dio un paso mas allá. ¿Cómo arreglar la situación? Una vez más observo que su falla fue no haber recurrido a Dios en el momento oportuno, contentándose con el cariño de sus hijos y nietos, y de otros parientes que comprendieran su situación. Sin embargo, una vez introducido un tercer personaje en su vida, su modo de proceder va a depender en primer lugar del deseo sincero de regularizar su situación ante Dios y la Iglesia. En principio, esa regularización implicaría deshacer desde luego ese segundo matrimonio civil inválido para un cónyuge católico. ¿Tendría Ud. fuerzas para eso? ¡Muy probablemente no! Entonces, para arrepentirse y deshacer la vida adúltera, es imperioso comenzar por pedir fuerzas a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen, que es Medianera de todas las gracias y modelo de Esposa y Madre. Después, ¿cómo reaccionaría su compañero actual frente a la manifestación de su deseo de regularizar la situación ante las leyes de la Iglesia? Además, ¿qué vínculos sociales, financieros y patrimoniales fueron en ese ínterin creados, que tendrían que ser regularizados? Las posibilidades son tantas que, a la distancia, sin conocer los datos concretos, es difícil para el sacerdote consultado orientar a la persona abatida ante “este tsunami que destruye mi alma”. Yo hasta me pregunto si la visión de esta situación, como la de un “tsunami que destruye”, no es ya una primera gracia que Nuestra Señora le obtiene para seguir el camino de la reconciliación con Dios. Pero un sacerdote católico nunca puede dejar a un alma afligida sin una orientación por lo menos genérica que la ayude a caminar en la senda del bien. Sobre todo cuando es consultado. Así, valiéndome de la maternal sabiduría de la Iglesia, le sugiero que busque a la persona con quien está unida por un matrimonio religiosamente inválido, y le proponga, acto continuo, vivir a partir de ahora como hermano y hermana, en cuartos separados, mientras rezan y estudian cómo proceder a una separación de hecho, que en su término final debe incluir también la separación legal ante las leyes civiles. Para Dios nada es imposible. Como también “jamás se ha oído decir, que ninguno de los que han acudido a la protección de la Santísima Virgen, implorado su asistencia y reclamado su socorro, haya sido abandonado por Ella”, como nos enseña la famosa oración de San Bernardo. Nunca estará demás rezar, principalmente en las horas de gran aflicción. ¡La Santísima Virgen es la gran Madre de misericordia, que puede reparar todos los efectos desastrosos de los más catastróficos tsunamis! Entre tantos casos que podría mencionar, vea en la vida de Santa Margarita de Cortona, cómo Dios puede hacer de una gran pecadora una gran santa. Admirando esos ejemplos, se hace más fácil practicar la virtud.
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