PREGUNTA En nuestro grupo de oración se mostró un video de presentación del libro “Mirar a María y ver a la Iglesia”, del jesuita portugués padre Vasco Pinto de Magalhães. El autor defiende la existencia de un sacerdocio femenino que no es una mera copia del sacerdocio masculino. Para activarlo, habría que buscar aquello que la mujer puede hacer en la Iglesia y aún no hace, según la dimensión femenina de Dios, una vez que Dios es padre y madre. Confieso que estaba confundida. Quisiera saber qué hay de verdad en esto; y, en cualquier caso, cuál es el papel de la mujer en la Iglesia. Gracias. RESPUESTA
La pregunta de nuestra consultante es muy oportuna, porque la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos sobre la Amazonía y el mal llamado “camino sinodal” de la Iglesia alemana han reabierto el debate sobre la posibilidad de tener un ministerio ejercido por mujeres en la Iglesia. El debate comenzó inmediatamente después del Concilio Vaticano II, como un derivado del diálogo ecuménico, y haciendo eco de las iniciativas feministas de “emancipación de la mujer”. Se dijo, por una parte, que las mujeres participan hoy en día activamente en todas las esferas de la vida social, y también en el seno de las parroquias (a veces incluso más que el elemento masculino); y, por otra parte, que en las comunidades protestantes las mujeres tienen desde hace mucho tiempo acceso a la condición de pastores. La primera respuesta concisa y exhaustiva de la Santa Sede a esta problemática fue Inter Insigniores, una declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial, publicada el 15 de octubre de 1976 y firmada por su Prefecto, el cardenal croata Franjo Seper. Después de reconocer el papel decisivo de algunas mujeres en la vida de la Iglesia a lo largo de su historia —basta pensar en santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila y tantas fundadoras de congregaciones religiosas (a las que podríamos añadir a la gran Isabel la Católica, en la esfera temporal)—, la declaración enumera las gravísimas razones de fe que imposibilitan el acceso de las mujeres a las órdenes sagradas.
Quisiera resaltar desde ya algo que la declaración solo pone al final. Es el hecho de que la Iglesia, habiendo sido fundada directamente por Nuestro Señor Jesucristo, “es una sociedad diferente de las otras sociedades, original en su naturaleza y estructuras”. De lo cual resulta que, por mucho que las sociedades nacidas de la sociabilidad natural o del ingenio del hombre se adapten a la evolución del espíritu humano, con la Iglesia esto no es así, debiendo resolver ella sus problemas eclesiológicos a la luz de la Revelación y de la Tradición que los apóstoles dejaron, no de los postulados de las ciencias humanas. En este caso, el ministerio pastoral y el gobierno en la Iglesia están ligados al sacramento del Orden, que no fue instituido por los hombres sino por el mismo Jesucristo, y es conferido por la imposición de manos y la oración de los sucesores de los apóstoles, que garantizan la elección del candidato de Dios. De donde los ordenados son llamados “clérigos” (del griego “klērikós” — echar suertes, porción, herencia), como consta en la designación de san Matías para reemplazar a Judas en el Colegio Apostólico (Hch 1, 26). Sucede que “Jesucristo no llamó a ninguna mujer a formar parte de los Doce”; y no puede decirse que actuara de esta manera para ajustarse a los usos de la época, como pretenden las feministas, porque “su actitud respecto a las mujeres contrasta singularmente con la de su ambiente”, como afirma el documento de la Sagrada Congregación. Habla públicamente con la mujer samaritana (Jn 4, 27); no tiene en cuenta el estado de impureza legal de la mujer atormentada por un flujo de sangre (Mt 9, 20-22); permite que una pecadora se le acerque en casa del fariseo Simón (Lc 7, 3 y s.); perdona a la mujer adúltera (Jn 8, 11); y, rechaza el repudio a la mujer, restableciendo la indisolubilidad del matrimonio (Mt 19, 3-9). Además, fue acompañado en su ministerio itinerante no solo por los doce apóstoles, sino también por un grupo de mujeres (Lc 1-3). Y contrariamente a la mentalidad judía y al derecho hebreo, que no reconocía mayor valor al testimonio de las mujeres, las convirtió en los primeros testigos de su Resurrección y les confió la tarea de llevar el primer mensaje pascual a los apóstoles (Mt 28, 1-10). Las llaves del reino de los cielos confiadas a los apóstoles Por lo tanto, como afirma la Congregación, existe “un conjunto de indicios convergentes que subrayan el hecho notable de que Jesús no ha confiado a mujeres la misión de los Doce”. Sobre todo, es expresivo que ni siquiera su propia Madre fue investida con el ministerio apostólico, aunque estaba tan íntimamente asociada al apostolado de su Hijo y habiendo jugado un papel único en su vida y en la de la primera comunidad cristiana.
El Papa Inocencio III escribió sobre esto a principios del siglo XIII: “Aunque la bienaventurada Virgen María superaba en dignidad y excelencia a todos los Apóstoles, no ha sido a ella sino a ellos a quienes el Señor ha confiado las llaves del reino de los cielos” (Carta a los obispos de Palencia y Burgos, 11 de diciembre de 1210). La comunidad apostólica permaneció fiel al ejemplo de Nuestro Señor. Aunque la Santísima Virgen estaba después de la Ascensión en el Cenáculo, cuando se trataba de elegir un sustituto para el traidor Judas, ni siquiera se presentó su nombre, sino el de dos discípulos mencionados en los Hechos (1, 15-26). Igualmente, cuando el cristianismo se expandió más allá de los límites del mundo judío, penetrando en el área helenística (donde varios cultos idolátricos eran confiados a sacerdotisas), ni siquiera se sugirió la posibilidad de conferir la Ordenación a mujeres, aunque algunas de ellas colaboraron tan estrechamente con san Pablo, que fueron mencionadas en sus Epístolas y en los Hechos de los Apóstoles. Asimismo, san Pablo se refirió a los hombres y mujeres que le ayudaron, con la expresión “mis colaboradores”, pero reservó la designación de “colaboradores de Dios” para sí mismo, para Timoteo y para Apolo, porque estaban consagrados directamente al ministerio apostólico. El sacerdote debe representar a Nuestro Señor Jesucristo
Por eso la Iglesia nunca admitió que las mujeres pudieran recibir válidamente la ordenación ministerial. “Algunas sectas heréticas de los primeros siglos, sobre todo gnósticas, quisieron hacer ejercitar el ministerio sacerdotal a las mujeres. Tal innovación fue inmediatamente señalada y condenada por los Padres, que la consideraron inaceptable por parte de la Iglesia”. Es lo que dice la declaración del cardenal Seper, citando a san Ireneo, Firmiliano de Cesarea, Orígenes y san Epifanio, la Didascalia Apostolorum y a san Juan Crisóstomo. El principal argumento de las condenas de tal novedad es precisamente el de la obligación de fidelidad al tipo de ministerio ordenado por Nuestro Señor y escrupulosamente mantenido por los apóstoles. Continúa el documento del Vaticano: “La tradición de la Iglesia respecto de este punto ha sido pues tan firme a lo largo de los siglos que el magisterio no ha sentido necesidad de intervenir para proclamar un principio que no era discutido o para defender una ley que no era controvertida”. A todo lo anterior se añade una razón teológica muy profunda relacionada con la naturaleza misma del sacramento del Orden. En el ejercicio de su función, el ministro sagrado no actúa en su propio nombre. Representa a Cristo, que actúa a través de él, como lo señala la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. “El sacerdote tiene verdaderamente el puesto de Cristo”, escribía ya san Cipriano. Esta representación de Cristo alcanza su más alta expresión en la celebración de la Santa Misa, durante la cual se renueva de manera incruenta el sacrificio de Jesucristo en el Calvario: “El sacerdote, el único que tiene el poder de llevarlo a cabo, actúa entonces no sólo en virtud de la eficacia que le confiere Cristo, sino in persona Christi, haciendo las veces de Cristo, hasta el punto de ser su imagen misma cuando pronuncia las palabras de la consagración”. Imposibilidad de la ordenación sacerdotal de mujeres
Por lo tanto, el sacerdocio cristiano es de naturaleza sacramental: “El sacerdote es un signo, cuya eficacia sobrenatural proviene de la ordenación recibida; pero es también un signo que debe ser perceptible y que los cristianos han de poder captar fácilmente”. Ahora bien, como enseña santo Tomás de Aquino, “los signos sacramentales representan lo que significan por su semejanza natural” (in IV Sent., dist. 25, q. 2, art. 2, quaestiuncula 1ª ad 4um). Pero está claro que “no habría esa ‘semejanza natural’ que debe existir entre Cristo y su ministro, si el papel de Cristo no fuera asumido por un hombre: en caso contrario, difícilmente se vería en el ministro la imagen de Cristo. Porque Cristo mismo fue y sigue siendo un hombre”, subraya la declaración Inter Insigniores.
En efecto, la Encarnación del Verbo tuvo lugar según el sexo masculino, hecho que no se puede disociar de la economía de la salvación, porque “la Alianza, reviste ya en el Antiguo Testamento, como se ve en los Profetas, la forma privilegiada de un misterio nupcial: el pueblo elegido se convierte para Dios en una esposa ardientemente amada. […] El Verbo, Hijo de Dios, se encarna para inaugurar y sellar la Alianza nueva y eterna en su sangre, que será derramada por la muchedumbre para la remisión de los pecados: su muerte reunirá a los hijos de Dios que se hallaban dispersos; de su costado abierto nace la Iglesia, como Eva nació del costado de Adán. Entonces se realiza plena y definitivamente el misterio nupcial, enunciado y cantado en el Antiguo Testamento: Cristo es el Esposo; la Iglesia es su esposa, a la que Él ama porque la ha comprado con su sangre, la ha hecho hermosa y santa y en adelante es inseparable de Él”. Esto nos obliga a admitir que “en las acciones que exigen el carácter de la ordenación y donde se representa a Cristo mismo, autor de la Alianza, esposo y jefe de la Iglesia, ejerciendo su ministerio de salvación —lo cual sucede en la forma más alta en la Eucaristía— su papel lo debe realizar (este es el sentido obvio de la palabra persona) un hombre”. Confirmando todo lo anterior, el Papa Juan Pablo II declaró solemnemente en su Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis, del 22 de mayo de 1994: “Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22, 32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia” (nº 4). Imposibilidad contenida en la Revelación y confirmada por el Magisterio
En respuesta a las declaraciones de Mons. Erwin Kräutler, obispo emérito de la prelatura de Xingu, de que la imposibilidad de la ordenación de mujeres “no es un dogma”, el ex Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Gerhard Müller, respondió: “Está fuera de toda duda que esta decisión definitiva de Juan Pablo II es, desde luego, un dogma de fe de la Iglesia Católica, y que este era el caso antes de que este Papa definiera, en 1994, esta verdad tal como está contenida en la Revelación. La imposibilidad de que una mujer reciba de forma válida el Sacramento de las Órdenes Sagradas en cada uno de los tres grados [diaconado, sacerdocio y episcopado] es una verdad contenida en la Revelación y, por ende, confirmada de manera infalible por el Magisterio de la Iglesia y presentada como algo que hay que creer”.
En una declaración posterior, el purpurado reiteró que la exclusión de la ordenación de mujeres incluye el diaconado, ya que el Papa y los obispos no tienen autoridad sobre la sustancia de los sacramentos. Ahora bien, el Concilio de Trento declaró solemnemente que “el obispo, el sacerdote y el diácono son solo grados del único Sacramento del Orden Sagrado” (Decreto sobre el Sacramento del Orden Sagrado: DH 1766; 1773). * * * La Santísima Virgen es el modelo sublime de la vocación de la mujer en la Iglesia. No ha recibido ninguna misión oficial en ella, pero por su íntima unión como Madre, es el vínculo que une la Cabeza con el Cuerpo Místico, es la Medianera de todas las gracias. Pidamos a María que obtenga para todas las religiosas, catequistas, asistentes de cualquier área o simples madres de familia, una gran participación en su propia fecundidad espiritual. Y que proteja a la Santa Iglesia de la actual arremetida herética y gnóstica contra su estructura jerárquica instituida por su Divino Hijo.
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