Mendigo por amor de Dios Suscitado como víctima y como protesta contra los vicios de la sociedad francesa del siglo XVIII. Es una de aquellas vocaciones para ser admiradas, pero no necesariamente imitadas, salvo que se manifieste una clara señal de Dios. Plinio María Solimeo Benito José nació el 26 de marzo de 1748 en Amettes, en la diócesis de Boulogne, al norte de Francia. Era el mayor de los 15 hijos de Juan Bautista Labre y Ana Bárbara, miembros de la clase media local, que dieron a su numerosa prole una profunda educación religiosa, de manera que varios de ellos siguieron la vocación sacerdotal. “El Creador lo había dotado [a Benito] de un espíritu vivo y penetrante, de un juicio sano y sólido, de una memoria fácil y segura. Su corazón era tierno, su voluntad fuerte, su alma no abandonaba jamás la verdad una vez conocida. Manifestó desde sus primeros años una pronunciada inclinación hacia el bien, gustos simples e inocentes, y una gran ingenuidad, señal ordinariamente precursora de una rectitud de sentimientos”.1 Desde niño tuvo gran estima por su carácter de católico, tierna devoción a la Santísima Virgen y a su esposo (su santo patrono), devociones que en su país no se separan. Así, los nombres de Jesús, María y José fueron los primeros que él pronunció. Benito realizó sus primeros estudios en la escuela dirigida por el vicario parroquial. Los relatos de ese período de su vida ––tanto en la biografía escrita por su confesor, P. Marconi, como en los testimonios del proceso de beatificación–– son unánimes en resaltar una seriedad de pensamiento y de comportamiento muy superior a su edad. Muy temprano comenzó a mostrar una acentuada predilección por el espíritu de mortificación y alejamiento de los juegos infantiles. Desde que tuvo uso de razón, demostró el más vivo horror al pecado. Pero todo aquello coexistía en él con un comportamiento franco y abierto, y con un fondo de alegría que permaneció inconmovible hasta el final de su vida. A la edad de 12 años su educación fue confiada a su tío paterno, P. Francisco José Labre, párroco de Erin. Benito hizo la primera comunión y recibió el sacramento de la confirmación el mismo día. Comenzó entonces para él una nueva vida, más recogida y mortificada; aprovechando todas las ocasiones que se le presentaban para enseñar la doctrina cristiana a niños pequeños. Obstáculos en la búsqueda de su vocación A los 16 años de edad Benito resolvió abrazar la vida religiosa. Escogió a los trapenses porque su regla era la más rigurosa. Intentó obtener la aprobación de sus padres, pero estos se la negaron terminantemente. Volvió entonces a Erin, redoblando las penitencias y ejercicios de piedad para estar apto y encarar las penitencias del claustro. En setiembre de 1766, irrumpió en la ciudad una epidemia de tifus, que causó innumerables víctimas. Benito se unió a su tío en la atención de los enfermos. Al fallecer su tío en noviembre de ese año, como mártir de la caridad, Benito regresó a Amettes. Una vez más intentó obtener de sus padres el permiso para entrar en la Trapa. Temiendo que su oposición fuese resistencia a la voluntad de Dios, ellos concordaron, pero le pidieron que, en vez de ingresar a los trapenses, que eran muy rigurosos, lo hiciera en los cartujos de Val-Sainte-Aldegonde. Estos religiosos no admitieron a Benito a causa de las grandes pérdidas que habían sufrido, lo cual disminuyó sus recursos. Intentó ingresar a otro monasterio de la misma orden en Neuville, pero le fue negada la admisión porque no alcanzaba la edad mínima requerida de 24 años. Durante los siguientes dos años, Benito intentó otras dos veces entrar en la Trapa, pero sin éxito. Por espacio de seis semanas fue postulante en los cartujos de Neuville, pero tuvo que salir por no encontrar allí la paz que deseaba. En noviembre de 1769, fue recibido en el convento cisterciense de Sept-Fonts. Después de una corta permanencia en ese monasterio, durante la cual su exactitud en la observancia religiosa y su humildad impresionaron a toda la comunidad, tuvo problemas de salud, y le fue aconsejado intentar realizar su vocación en otro lugar. La vocación de peregrino mendigo Siguiendo entonces una inspiración, Benito tomó la resolución de ir, como peregrino, a los santuarios más renombrados, como los de Roma y de Loreto, a fin de pedir a Dios que le diera a conocer su divina voluntad a su respecto.
De Chieri, en Piamonte, escribió una carta a sus padres informándoles de su proyecto de entrar en alguno de los numerosos monasterios de Italia. Sin embargo Benito tuvo otra iluminación interior, que le hizo comprender por fin el género de vida que debía llevar: “Era la voluntad de Dios que él, como san Alejo, abandonara a sus padres y todo el confort del mundo, para llevar un nuevo estilo de vida, más doloroso, más penitencial, ni en el aislamiento ni en el claustro, sino en medio del mundo, visitando devotamente como peregrino los lugares famosos de la devoción cristiana”.2 Benito encontró entonces la paz de alma que tanto buscaba en el claustro. Esa vocación era tan singular, que Benito temió decidirse por sí solo a seguirla. Por eso la sometió repetidas veces al juicio de experimentados confesores, y solo siguió ese camino cuando fue aprobado por ellos. Comenzó entonces su gesta de peregrino mendigo. Vestía una vieja casaca, llevaba un rosario al cuello y otro en una de sus manos, un crucifijo al pecho y una bolsa a la espalda, en la cual cargaba un Evangelio, un breviario —que le permitía rezar el oficio divino diariamente— una copia de la Imitación de Cristo y algunos otros libros piadosos. Benito no usó otro traje hasta el final de su vida, quince años después. Para dormir, tenía el suelo; como techo, las estrellas del cielo. Se alimentaba apenas una vez al día con un pedazo de pan o algunas hierbas, recibidas por caridad u obtenidas de lo que otros desechaban. Nunca pedía limosnas, sino esperaba que voluntariamente le fuese dado lo que necesitaba. Daba a los pobres todo lo que le sobraba después de atendidas sus parcas necesidades. Sufriendo por los males de la Revolución Francesa Por devoción a la Santísima Virgen, Benito comenzó su peregrinación visitando la Santa Casa de Loreto. En seguida fue a Asís, donde ingresó a la archicofradía llamada del Santo Cordón. Quedó extasiado con Roma, al ver imágenes de Nuestra Señora en casi todas las fachadas de las casas y cruces de calles. Visitó las basílicas de la Ciudad Eterna y subió muchas veces de rodillas las 28 gradas de la Escalera Santa. Participó de casi todas las innumerables devociones y ceremonias de las iglesias de Roma. Benito fue después a los santuarios del reino de Nápoles, de Bari y Fabriano en Italia, Einsiedeln en Suiza, Compostela en España y Paray-le-Monial en Francia. En este último país, los restos del jansenismo —especie de protestantismo que enfriaba el corazón y alejaba a las personas de los sacramentos— y los enciclopedistas esparcían sus perversas doctrinas, preparando el terreno para la nefanda Revolución Francesa, que se insubordinó contra el Altar y el Trono y bañó de sangre a toda la nación. San Benito José Labre, favorecido por Dios con el don de profecía, previó esos terribles y apocalípticos acontecimientos como castigo por la impenitencia e impiedad de la sociedad de aquel tiempo. Y rezó y sufrió para que la llama de la fe no se extinguiera en aquella nación, Hija Primogénita de la Iglesia. Los últimos seis años de su vida, Benito José los pasó en Roma, abandonándola solamente una vez al año para visitar la Santa Casa de Loreto, a la cual le tenía mucha veneración. Su incansable e implacable negación de sí mismo, humildad sin afectación, obediencia sin vacilación y perfecto espíritu de unión con Dios en la oración, desarmaban las sospechas que pudiese haber en cuanto a la originalidad de su modo de existencia. Sin embargo, su pobre figura atraía los abucheos y las piedras de los palomillas de la calle, la burla de los viejos empedernidos y las críticas e injurias de aquellos impíos que lo tildaban de hipócrita, singular y demente. Algunas veces le fue incluso negada la Sagrada Comunión, por haber sido tomado por vagabundo y haragán. Pero el olor de santidad y el esplendor de su alma hacían muchas veces desaparecer la aversión que podía inspirar su persona tan maltratada, haciendo brillar en él la continencia y la modestia más perfectas. Los que lo conocían de cerca, como sus confesores, afirmaban que no era un hombre sino un ángel. No pudieron encontrar en él la más ligera falta contra la pureza, y declararon también que Benito, a fuerza de mortificación, había adquirido un tal imperio sobre la irascibilidad, que parecía haberse convertido en la propia mansedumbre y afabilidad, como un nuevo san Francisco de Sales. Por el bajo concepto que de sí mismo poseía, rezaba frecuentemente la oración de san Agustín: “Señor, haz que yo te conozca y me conozca: a ti, para amarte; a mí, para despreciarme”.
“El mendigo de las Cuarenta Horas” De tal manera su oración era continua, que se puede decir sin exageración que Benito José pasó los últimos quince años de su vida en contemplación. Aunque leía las Sagradas Escrituras en latín desde la adolescencia, y muchos juzgaban que Dios le había dado una particular comprensión de los libros santos, se empeñaba en oír la explicación de la doctrina cristiana al lado de los más ignorantes. Incluso asistía al catecismo dado a los niños abandonados. Su devoción a la Santísima Virgen era tiernísima, y la devoción al Santísimo Sacramento lo coloca entre los santos más devotos de este divino misterio. Procuraba siempre las iglesias donde se realizaban las Cuarenta Horas. En ellas quedaba extasiado, perdiendo la noción del tiempo, por lo que quedó conocido como el mendigo de las Cuarenta Horas. Benito visitaba también a los enfermos, principalmente a los más abandonados, y les hablaba de la vida eterna. A una persona que le pidió un consejo para el futuro, le dijo: “Cada vez que oigas el reloj, acuérdate de que no eres señor de la hora siguiente; y piensa al mismo tiempo en la Pasión que quiso sufrir Nuestro Señor, para que podamos poseer la eternidad”. Literalmente gastado por los sufrimientos y austeridades, Benito desfalleció el 16 de abril de 1783 en las gradas del atrio de la iglesia de Santa María dei Monti, en Roma. Fue llevado hasta una casa vecina, donde horas después falleció. Su muerte fue seguida por un gran número de milagros, atribuidos a su intercesión. Espontáneamente, los niños en la calle comenzaron a gritar: “¡Murió el santo! ¡Murió el santo!”. La vida de Benito José Labre fue escrita por su confesor, P. Marconi, y presenta 136 curaciones milagrosas certificadas hasta el 6 de julio de 1783. Fue beatificado por Pío IX en 1859 y canonizado por León XIII el 8 de diciembre de 1881.
Notas.- 1. Les Petits Bolandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. IV, p. 424. 2. Op. cit., p. 429.
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