FRECUENTEMENTE HEMOS INSISTIDO, a propósito de las más diversas cuestiones, sobre la santidad de la familia, sobre sus derechos, sobre su papel como célula fundamental de la sociedad humana. A este título son su vida, su salud, su vigor, su actividad, los que, estando en orden, aseguran la vida, la santidad, el vigor, la actividad de la sociedad entera. Porque ella recibe su existencia y su dignidad de Dios, su función social, de la cual la familia es responsable delante de Dios. Sus derechos y sus privilegios son inalienables, intangibles; ella tiene el deber, antes de todo delante de Dios y secundariamente ante la sociedad, de defender, de reivindicar y de promover efectivamente sus derechos y sus privilegios, no solamente para su propia ventaja, sino para la gloria de Dios, para el bien de la colectividad. (…) Es claro que vuestro primer deber en el santuario del hogar familiar, es proveer, con toda la perfección humanamente posible a la conservación, la salud corporal, intelectual, moral y religiosa de la familia, respetando su integridad, su unidad, la jerarquía natural que une entre ellos a sus miembros. Y este deber comporta evidentemente el de defender y de promover sus derechos sagrados, particularmente el de cumplir sus obligaciones en relación a Dios; de constituir, en toda la fuerza del término, una sociedad cristiana:
El Estado debería, por lo tanto, en virtud por así decir de su propio instinto de conservación, cumplir con lo que esencialmente es su primer deber según el plan de Dios Creador y Salvador; es decir, garantizar absolutamente los valores que aseguran el orden, la dignidad humana, la salud y la felicidad de la familia. Estos valores que son elementos del propio bien común, jamás estará permitido sacrificarlos a lo que podría tener apariencia de bien común. Indiquemos solamente, a título de ejemplo, algunos de los que se encuentran actualmente en mayor peligro: la indisolubilidad del matrimonio; la protección de la vida antes del nacimiento; la habitación conveniente de la familia, no solamente de uno o dos niños o aun sin niños, sino la de la familia normal más numerosa; proporcionar trabajo, pues el desempleo del padre es el más amargo desamparo de la familia; el derecho de los padres sobre los niños frente al Estado; la plena libertad para los padres de educar a sus hijos en la verdadera fe y, como consecuencia, el derecho de los padres católicos a la escuela católica; condiciones de vida pública tales que las familias y sobretodo la juventud no estén en la certeza moral de sufrir corrupción. S.S. PÍO XII, Discurso a un grupo de padres de familia, provenientes de diferentes diócesis de Francia, 18 de setiembre de 1951.
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